Carmen Díez Medina
El atractivo de la bicefalia que caracteriza los viajes de estudio de 3º de Arquitectura de la EINA –organizados ya tradicionalmente por las áreas de Urbanismo y Composición– se ha confirmado un año más. Siguiendo el plan de Javier Monclús (“las ciudades hay que comenzar a verlas desde el centro”), el pasado 3 de febrero comenzamos nuestra visita parisina de 4 días partiendo de la Isla de la Cité. Las imágenes con que Albert Lamorisse desmenuzaba la ciudad en su delicado Le ballon rouge, el contraste entre la atmósfera menuda del barrio de Ménilmontant y las vistas de París a gran escala de la escena final se me vinieron a la memoria allí, en Notre Dame, cuando, encaramados a una aparatosa grada montada con ocasión de algún evento reciente, con la fachada de la catedral levantándose a tres palmos de nosotros y entreviendo las márgenes del Sena perderse en el horizonte, me quedó claro que estábamos haciendo dos viajes en uno, un mismo recorrido con gafas bifocales, una experiencia sugerentemente esquizofrénica.
Con las lentes para lejos enfocamos la ciudad medieval en la totalidad de su corazón insular; comprobamos el potencial que encierran los ríos cuando discurren por los centros de las ciudades y lo definitivo que resulta para éstas el adecuado tratamiento de las márgenes; penetramos en las escenográficas plazas barrocas (Dauphine, des Vosges, Vendôme), que en seguida incitaron a la disertación sobre los diferentes conceptos de square y place; recorrimos las intervenciones napoleónicas a partir de los pioneros soportales normalizados de la rue de Rivoli, inmediatamente citados y emulados en otras capitales europeas; nos situamos en el eje de varias de las imponentes enfiladas que abrierpercement de Hausmann en el tejido de la ciudad, tan retóricas y grandilocuentes (por parafrasear a Zevi) como generosas y monumentales; vagamos entre los idiosincrásicos pabellones de la Cité Universitaire, pateamos el área de la operación Rive Gauche en la ZAC, uno de los proyectos de recualificación urbana más complejos del momento, con sus edificios industriales reconvertidos y sus arquitecturas residenciales parlantes, y hasta nos perdimos por algún que otro deslavazado “vacío urbano”.
La salida diaria del hotel nos confrontaba con el gran agujero que, por segunda vez en cuarenta años, ha desmantelado la plaza de Les Halles y despertaba el recuerdo de otra película y otro director, la surrealista y extravagante Touche pas à la femme blanche de Marco Ferreri. La visita al Pabellón del Arsenal, en donde se expone la extraordinaria maqueta de la ciudad, fue esencial para adquirir una visión global de los diferentes periodos, crecimientos, focos, ejes, equilibrios y límites que definen la esencia de lo que es hoy París.
Sin embargo, estas visiones a mayor escala quedaban constantemente interceptadas por una sucesión de objetos arquitectónicos que enfocábamos una y otra vez con las lentes para cerca y que, recolocados secuencialmente, permitían reconstruir con trazo certero una de las muchas posibles historias de la arquitectura francesa. En el centro de esa secuencia se encuentra, sin duda, la obra de August Perret. Delante de la infranqueable puerta del número 25 de la rue Franklin, esperando ingenuamente a que sucediese el milagro que nos permitiera colarnos en el portal, el ejercicio de síntesis salía solo: mirando hacia atrás, enganchando unos eslabones con otros, resultaba muy sencillo retroceder hasta las experiencias medievales, hasta la iglesia de Notre Dame o, si quisiéramos llegar a la raíz primera, hasta la cabecera de Saint Denis; por el contrario, dirigiendo la vista hacia lo que sucedió después, era posible vislumbrar el final del camino o, si se prefiere, el inicio de ese nuevo mundo cuya puerta abrieron prometedoramente la maison La Roche, la ville Savoye o la ville Stein. Y Perret estaba allí, a medio camino, revelándose claramente como el capítulo imprescindible que permitía conectar tanto con el primer momento brillante de la historia de la arquitectura francesa –la construcción de las catedrales góticas– como con el segundo, la cristalización de los cinco puntos de la arquitectura lecorbusieriana que tan fecundos fueron para la consolidación del Movimiento Moderno. Su aceptación del papel protagonista de la estructura en el proceso de cualificación formal de la arquitectura le había hecho granjearse esa posición.
La casa de la rue Franklin (1903) exhibía, cuidadosamente escondida tras un revestimiento cerámico, una estructura de hormigón como esqueleto organizador del edificio que, por primera vez, se asomaba abiertamente a la fachada. Entre los pilares y los forjados aparecían elementales plementos, bien de vidrio, dando lugar a generosos ventanales, bien opacos, decorados con las cerámicas florares de Alexandre Bigot que permitían reconocer el toque modernista propio del momento. La rotundidad con que se manifiesta en la fachada la estructura de pilares y forjados que sustenta el edificio –frente a la ilegibilidad de la misma en las colindantes– y la racionalidad con la que se aligeraba la estructura por medio de plementos, sugería una estrecha vinculación con las experiencias góticas que habían permitido a la arquitectura francesa ganarse para siempre un lugar en la historia. Y, entre ambas, resultaba muy fácil reconocer los eslabones intermedios, todos ellos tensados por el cable resistente de la tradición estructuralista francesa.
El primero de esos eslabones claramente reconocible una vez superadas las experiencias medievales, y tras el viraje que supuso la llegada del Renacimiento con la recuperación de los modelos romanos, también en el modo de construir, es la fachada oriental del Louvre (1670), en la que Perrault, en pleno Barroco, hizo una firme declaración de intenciones al emplear deliberadamente columnas exentas que reivindicaban la lógica de la construcción griega –gótica– frente a la que, años más tarde, Cordemoy calificaría peyorativamente como “arquitectura en relieve” romana. No resulta casual que los teóricos que durante la primera mitad del XVIII desmontaron, desde la lógica, los últimos excesos del barroco fueran franceses. La intención renovadora de Perrault era ambiciosa, tanto que llegó a revisar los planes de estudio de la Academia –eliminó la obligatoriedad de cursar Teoría de la Arquitectura Vitruviana en la Academie d’Architecture– desencadenando todo un cambio en la teoría de la arquitectura francesa. La cadena de teorías que, a partir de la revisión de Perrault, desembocaron un siglo más tarde en la publicación del Essai sur l’Architecture de Laugier (1753) acabaron produciendo una ilustración que sintetizaba, de forma inequívoca, las preocupaciones de quienes se empeñaban en recuperar para la arquitectura la lógica de la construcción.
A partir de ese momento, siguiendo la convincente exhortación de la musa de la arquitectura que, sentada sobre las ruinas de la arbitrariedad a la que había conducido la decadencia del mundo clásico, señalaba como símbolo de verdad constructiva una cabaña levantada con cuatro troncos, los proyectos de los intelectuales ilustrados se volvieron de nuevo góticos; góticos y griegos a la vez, ya que explotaban aquel aspecto en el que los intereses de los arquitectos de ambos momentos históricos coincidían: la clara definición del esqueleto estructural y el reconocimiento del valor de la estructura como aspecto esencial de la nueva idea de arquitectura.
El salto, en continuidad conceptual, desde la fachada Este del Louvre a la iglesia de Sainte Geneviève de Soufflot (1755) es inmediato, si bien se necesitó casi un siglo para conseguir formalizar estas ideas íntegramente en un edificio. Los plementos con los que posteriormente fue cerrada la fachada de la iglesia, aún reconocibles desde el exterior, y las heroicas columnas que sostienen los entablamentos rectos del interior son concluyentes para identificar el nuevo espíritu que ya impregnaba, sin titubeos, la arquitectura de la razón (masa mínima con carga máxima) frente a la monolítica masividad de la Roma Imperial, rendida ante el descubrimiento del espacio.
Con tan solo cruzar la calle, frente a Sainte Geneviève, encontramos en nuestro recorrido parisino, enmascarado por una fachada neorrenacentista, el siguiente eslabón de la cadena: la biblioteca homónima de Henri Labrouste (1843). De nuevo un salto de un siglo separaba los dos objetos y, una vez más, el mismo tema se reconocía claramente legible: la reivindicación explícita de la estructura como tema esencial de la arquitectura. Labrouste se atrevía a emplear por primera vez en la historia columnas exentas de hierro colado como solución estructural para una institución pública de prestigio en una de las zonas más nobles de París. Y lo hizo incluso diez años antes de que Paxton apostara por los nuevos materiales y por un innovador sistema de montaje in situ en su programático Crystal Palace, que no dejaba de ser un invernadero gigante situado en la periferia de la ciudad. La fila central de columnas que atraviesa la cella de la biblioteca como si de un nuevo templo del saber se tratase, reavivaba, al emular las tipologías de templos griegos, la reflexión sobre la nostalgia de la Antigüedad que había invadido la arquitectura durante el siglo anterior. Y lo hacía recurriendo no a cualquier tipología de templo griego, sino a una muy específica, la más antigua, la de un templo arcaico.
El atractivo de la bicefalia que caracteriza los viajes de estudio de 3º de Arquitectura de la EINA –organizados ya tradicionalmente por las áreas de Urbanismo y Composición– se ha confirmado un año más. Siguiendo el plan de Javier Monclús (“las ciudades hay que comenzar a verlas desde el centro”), el pasado 3 de febrero comenzamos nuestra visita parisina de 4 días partiendo de la Isla de la Cité. Las imágenes con que Albert Lamorisse desmenuzaba la ciudad en su delicado Le ballon rouge, el contraste entre la atmósfera menuda del barrio de Ménilmontant y las vistas de París a gran escala de la escena final se me vinieron a la memoria allí, en Notre Dame, cuando, encaramados a una aparatosa grada montada con ocasión de algún evento reciente, con la fachada de la catedral levantándose a tres palmos de nosotros y entreviendo las márgenes del Sena perderse en el horizonte, me quedó claro que estábamos haciendo dos viajes en uno, un mismo recorrido con gafas bifocales, una experiencia sugerentemente esquizofrénica.
Albert Lamorisse, Le balon rouge, 1956 |
Con las lentes para lejos enfocamos la ciudad medieval en la totalidad de su corazón insular; comprobamos el potencial que encierran los ríos cuando discurren por los centros de las ciudades y lo definitivo que resulta para éstas el adecuado tratamiento de las márgenes; penetramos en las escenográficas plazas barrocas (Dauphine, des Vosges, Vendôme), que en seguida incitaron a la disertación sobre los diferentes conceptos de square y place; recorrimos las intervenciones napoleónicas a partir de los pioneros soportales normalizados de la rue de Rivoli, inmediatamente citados y emulados en otras capitales europeas; nos situamos en el eje de varias de las imponentes enfiladas que abrierpercement de Hausmann en el tejido de la ciudad, tan retóricas y grandilocuentes (por parafrasear a Zevi) como generosas y monumentales; vagamos entre los idiosincrásicos pabellones de la Cité Universitaire, pateamos el área de la operación Rive Gauche en la ZAC, uno de los proyectos de recualificación urbana más complejos del momento, con sus edificios industriales reconvertidos y sus arquitecturas residenciales parlantes, y hasta nos perdimos por algún que otro deslavazado “vacío urbano”.
La salida diaria del hotel nos confrontaba con el gran agujero que, por segunda vez en cuarenta años, ha desmantelado la plaza de Les Halles y despertaba el recuerdo de otra película y otro director, la surrealista y extravagante Touche pas à la femme blanche de Marco Ferreri. La visita al Pabellón del Arsenal, en donde se expone la extraordinaria maqueta de la ciudad, fue esencial para adquirir una visión global de los diferentes periodos, crecimientos, focos, ejes, equilibrios y límites que definen la esencia de lo que es hoy París.
Fotograma de Touchez pas à la femme blanche, Marco Ferreri, 1974, con el vacío del entonces recién derribado mercado de Les Halles |
Visita al Pabellón del Arsenal |
Sin embargo, estas visiones a mayor escala quedaban constantemente interceptadas por una sucesión de objetos arquitectónicos que enfocábamos una y otra vez con las lentes para cerca y que, recolocados secuencialmente, permitían reconstruir con trazo certero una de las muchas posibles historias de la arquitectura francesa. En el centro de esa secuencia se encuentra, sin duda, la obra de August Perret. Delante de la infranqueable puerta del número 25 de la rue Franklin, esperando ingenuamente a que sucediese el milagro que nos permitiera colarnos en el portal, el ejercicio de síntesis salía solo: mirando hacia atrás, enganchando unos eslabones con otros, resultaba muy sencillo retroceder hasta las experiencias medievales, hasta la iglesia de Notre Dame o, si quisiéramos llegar a la raíz primera, hasta la cabecera de Saint Denis; por el contrario, dirigiendo la vista hacia lo que sucedió después, era posible vislumbrar el final del camino o, si se prefiere, el inicio de ese nuevo mundo cuya puerta abrieron prometedoramente la maison La Roche, la ville Savoye o la ville Stein. Y Perret estaba allí, a medio camino, revelándose claramente como el capítulo imprescindible que permitía conectar tanto con el primer momento brillante de la historia de la arquitectura francesa –la construcción de las catedrales góticas– como con el segundo, la cristalización de los cinco puntos de la arquitectura lecorbusieriana que tan fecundos fueron para la consolidación del Movimiento Moderno. Su aceptación del papel protagonista de la estructura en el proceso de cualificación formal de la arquitectura le había hecho granjearse esa posición.
Notre Dame de Paris, 2ª mitad del s. XII |
Auguste Perret, edificio de viviendas en la rue Franklin, 25 bis, 1903 |
Le Corbusier, Casa Citrohan, Weissenhofsiedlung, 1927 |
La casa de la rue Franklin (1903) exhibía, cuidadosamente escondida tras un revestimiento cerámico, una estructura de hormigón como esqueleto organizador del edificio que, por primera vez, se asomaba abiertamente a la fachada. Entre los pilares y los forjados aparecían elementales plementos, bien de vidrio, dando lugar a generosos ventanales, bien opacos, decorados con las cerámicas florares de Alexandre Bigot que permitían reconocer el toque modernista propio del momento. La rotundidad con que se manifiesta en la fachada la estructura de pilares y forjados que sustenta el edificio –frente a la ilegibilidad de la misma en las colindantes– y la racionalidad con la que se aligeraba la estructura por medio de plementos, sugería una estrecha vinculación con las experiencias góticas que habían permitido a la arquitectura francesa ganarse para siempre un lugar en la historia. Y, entre ambas, resultaba muy fácil reconocer los eslabones intermedios, todos ellos tensados por el cable resistente de la tradición estructuralista francesa.
El primero de esos eslabones claramente reconocible una vez superadas las experiencias medievales, y tras el viraje que supuso la llegada del Renacimiento con la recuperación de los modelos romanos, también en el modo de construir, es la fachada oriental del Louvre (1670), en la que Perrault, en pleno Barroco, hizo una firme declaración de intenciones al emplear deliberadamente columnas exentas que reivindicaban la lógica de la construcción griega –gótica– frente a la que, años más tarde, Cordemoy calificaría peyorativamente como “arquitectura en relieve” romana. No resulta casual que los teóricos que durante la primera mitad del XVIII desmontaron, desde la lógica, los últimos excesos del barroco fueran franceses. La intención renovadora de Perrault era ambiciosa, tanto que llegó a revisar los planes de estudio de la Academia –eliminó la obligatoriedad de cursar Teoría de la Arquitectura Vitruviana en la Academie d’Architecture– desencadenando todo un cambio en la teoría de la arquitectura francesa. La cadena de teorías que, a partir de la revisión de Perrault, desembocaron un siglo más tarde en la publicación del Essai sur l’Architecture de Laugier (1753) acabaron produciendo una ilustración que sintetizaba, de forma inequívoca, las preocupaciones de quienes se empeñaban en recuperar para la arquitectura la lógica de la construcción.
Claude Perrault, Palais du Louvre, columnata oriental, 1670 |
Marc Antoine Laugier, frontispicio del Essai sur l'Architecture, 1753 |
A partir de ese momento, siguiendo la convincente exhortación de la musa de la arquitectura que, sentada sobre las ruinas de la arbitrariedad a la que había conducido la decadencia del mundo clásico, señalaba como símbolo de verdad constructiva una cabaña levantada con cuatro troncos, los proyectos de los intelectuales ilustrados se volvieron de nuevo góticos; góticos y griegos a la vez, ya que explotaban aquel aspecto en el que los intereses de los arquitectos de ambos momentos históricos coincidían: la clara definición del esqueleto estructural y el reconocimiento del valor de la estructura como aspecto esencial de la nueva idea de arquitectura.
El salto, en continuidad conceptual, desde la fachada Este del Louvre a la iglesia de Sainte Geneviève de Soufflot (1755) es inmediato, si bien se necesitó casi un siglo para conseguir formalizar estas ideas íntegramente en un edificio. Los plementos con los que posteriormente fue cerrada la fachada de la iglesia, aún reconocibles desde el exterior, y las heroicas columnas que sostienen los entablamentos rectos del interior son concluyentes para identificar el nuevo espíritu que ya impregnaba, sin titubeos, la arquitectura de la razón (masa mínima con carga máxima) frente a la monolítica masividad de la Roma Imperial, rendida ante el descubrimiento del espacio.
Con tan solo cruzar la calle, frente a Sainte Geneviève, encontramos en nuestro recorrido parisino, enmascarado por una fachada neorrenacentista, el siguiente eslabón de la cadena: la biblioteca homónima de Henri Labrouste (1843). De nuevo un salto de un siglo separaba los dos objetos y, una vez más, el mismo tema se reconocía claramente legible: la reivindicación explícita de la estructura como tema esencial de la arquitectura. Labrouste se atrevía a emplear por primera vez en la historia columnas exentas de hierro colado como solución estructural para una institución pública de prestigio en una de las zonas más nobles de París. Y lo hizo incluso diez años antes de que Paxton apostara por los nuevos materiales y por un innovador sistema de montaje in situ en su programático Crystal Palace, que no dejaba de ser un invernadero gigante situado en la periferia de la ciudad. La fila central de columnas que atraviesa la cella de la biblioteca como si de un nuevo templo del saber se tratase, reavivaba, al emular las tipologías de templos griegos, la reflexión sobre la nostalgia de la Antigüedad que había invadido la arquitectura durante el siglo anterior. Y lo hacía recurriendo no a cualquier tipología de templo griego, sino a una muy específica, la más antigua, la de un templo arcaico.
Jacques-Germain Soufflot, Sainte Geneviève, 1755 |
Henri Labrouste, Biblioteca Sainte Geneviève, vista del interior, 1843 |
Henri Labrouste, Biblioteca Sainte Geneviève, planta, 1843 |
Templo de Hera, Paestum, s. VI a.C. |
Obviando las experiencias de los arquitectos del Art Nouveau francés –en parte más decorativas que los avances más espaciales y estructurales de sus coetáneos belgas– y sin olvidar el papel decisivo que tuvieron los Entretiens y el Dictionaire de Viollet le Duc a finales de siglo –referente tanto para los arquitectos que se decantaron por explorar las posibilidades que el hierro ofrecía como por los que prefirieron el hormigón armado–, faltaría por mencionar aún un último eslabón antes de llegar de nuevo a Perret: la iglesia de Saint Jean de Anatole de Baudot (1897-1904) en Montmartre. No en vano discípulo de Labrouste y de le Duc, Baudot personaliza el esfuerzo heroico por introducir por vez primera un cemento armado experimental y casi “artesanal” en la construcción de una iglesia. Con la ayuda del ingeniero Paul Cottancin se diseñan losas de cemento armado de poca sección reforzadas con costillas a modo de contrafuertes para las piezas horizontales y ladrillos atravesados con varillas de hierro para las verticales. Un sistema que dio lugar a un monolito indeformable al quedar las dos partes unidas por medio del cemento que se virtió entre los huecos de los ladrillos. El resultado, un edificio desconcertante en su tipología (¿basilical? ¿de salón?), en su estilo (¿bizantino? ¿gótico?), pero con una vocación indudablemente estructuralista.
Anatole de Baudot, Iglesia de Saint Jean de Montmatre, 1903 |
Anatole de Baudot, Iglesia de Saint Jean de Montmatre, 1903 |
Estos momentos de perplejidad, estos titubeos en el empleo de los materiales (¡ladrillo armado!), nos son sino muestra de la inseguridad con la que aún se trabajaba el que luego se convertiría en el gran material del siglo XX, el hormigón armado, a pesar de que Hennebique había ya patentado en 1892 una variante consistente en bloques reforzados con barras de hierro longitudinales en su cara inferior. La incertidumbre que planteaba el sistema –aún no se había aprobado una normativa que regulara el empleo del hormigón armado– queda constatada por el hecho de que el edificio de la rue de Franklin (1903-04) lo construyera la empresa Perret subcontratando la realización de la estructura del edificio a la empresa Latron & Vincent, una filial de François Hennebique. Los edificios de vivienda que la empresa familiar había construido hasta el momento estaban resueltos aún con estructura metálica y este fue el proyecto que les permitió dar el gran salto. El proyecto para el Garage de la Société Ponthieu-Automobiles (1906-07) lo asume ya la empresa familiar, tras la muerte del padre, a raíz de que una circular del Ministerio regulara en 1906 las condiciones de uso del nuevo material.
Auguste Perret, edificio de viviendas en la rue Franklin, 25 bis, 1903 |
Auguste Perret, garage de Societé Ponthieu-Automoviles, 1906 |
Auguste Perret, sastrería industrial Henri Esders, 1919 |
La visita a Notre Dame du Raincy (1923) resultó también definitiva y reveladora para poder cerrar esta primera secuencia de ejemplos. La estrecha vinculación entre la Sainte Chapelle (2ª mitad siglo XIII) situada en la áulica isla de Saint Louis y esta iglesia de la periferia de París construida programáticamente en hormigón permite claramente completar el círculo.
Saint Chapelle, 2ª mitad s. XIII |
Auguste Perret, Notre Dame du Raincy, 1923 |
Perret se encontraba en aquellos años en el centro de la atención del debate arquitectónico francés e internacional. Observando su recorrido se puede llegar a entender las duras polémicas que mantuvo con Le Corbusier (a quien etiquetó como “discípulo de una escuela de productores de volúmenes”), con van Doesburg (descalificado por él como “un pintor que no entiende nada de arquitectura”), sus críticas a Loos, la ruptura de relaciones con «L’Architectre Vivante», que había divulgado su obra pero que cada vez estaba concediendo más espacio a las vanguardias internacionales… A pesar de todo ello, los arquitectos racionalistas no pudieron sino admirarle, y buena prueba de ello es que no dejaron de invitarle a participar en publicaciones y exposiciones, incluso formaba parte de la lista de participantes del primer CIAM en la Sarraz, encuentro al que finalmente no asistió.
Le Corbusier siempre le trató con respeto y comprensión. Recuerdo con gusto sus palabras, que entiendo pronunciadas desde la madurez que le permitía reconocer su autoridad, a pesar de no compartir su posición y de ser objeto él mismo de sus violentos fustazos: “(…) él se sienta entre dos sillas: la Academia advierte sus golpes de fusta y lo odia, y la generación que le sigue recibe sus fustazos y se entristece… Su autoridad, la autoridad que los jóvenes le han conferido, él la emplea contra ellos. Y, asumiendo la actitud de un profeta bíblico, fustiga a diestro y siniestro, se aísla tras los dos ejércitos en lucha”.
Como decía hace un momento, Perret escribe el capítulo esencial que sirve de bisagra a las experiencias que buscan en la lógica estructural el sentido de la arquitectura, tanto a aquellas que no llegaron a tiempo de aprovechar las ventajas que ofrecía el nuevo material, el hormigón armado, como a las que ya se pudieron beneficiaron ampliamente de él. El heredero natural de Perret fue Fernand Pouillon, que reconstruyó con el maestro Le Vieux Port de Marsella y, a lo largo de su azarosa vida –en la que trabajó no solo en Francia, sino también en Argelia y en Irán– desarrolló, de una forma cada vez más personal y refinada, pero siempre bajo principios estructurales aceptados, toda una serie de investigaciones donde la forma y la arquitectura funcionaban en completa integración, como bien se puede apreciar en sus tres barrios parisinos, por ejemplo en la Résidence Victor Hugo en Pantin (1963).
Auguste Perret y Fernand Pouillon en las obras del puerto de Marsella |
Fernand Pouillon, Résidence Victor Hugo en el barrio de Pantin, 1963 |
Sin embargo, quien dio vida a un nuevo episodio en la historia del hormigón armado fue, precisamente, uno de esos discípulos que Perret tan duramente había criticado. Volviendo al eslabón central de la cadena, el edificio de viviendas de la rue Franklin, encontramos en él no solo la revelación y la conquista del nuevo material, sino las consecuencias que su empleo traerían para la arquitectura y que, sin duda, explotó después lúcidamente le Corbusier. La planta demuestra que la disposición de la estructura, concentrada en pilares, permitía variar la disposición de los tabiques en cada planta. Encontramos aquí, pues, el embrión de lo que más tarde Le Corbusier etiquetó y divulgó como “planta libre”, convirtiéndolo en uno de sus sagrados 5 puntos de una nueva arquitectura. Por otro lado, la solución tipológica que lleva a Perret a trasladar el patio trasero al que había recurrido en otros edificios anteriores, como en el edificio de la avenue de Wagram (1902), a la calle puede entenderse como un primer tanteo del tipo redan que Eugène Hénard planteó en sus Etudes sur la transformation de Paris (1903-09) sobre la idea de que los edificios se pueden independizar de la alineación de la calle al retranquearse y crear patios ajardinados abiertos a ella. Hénard proponía esta tipología para edificar las franjas lineales de aquellos terrenos que habían quedado libres tras la desinfección de las fortificaciones y Perret, cazando al vuelo la idea, la adopta en el edificio que construye en el solar adquirido por su padre. No hay más que mirar hacia adelante en la historia para reconocer en los proyectos para una Ville Contemporaine (1922) y para la Ville Radieuse (1939) de Le Corbusier la formulación a gran escala de bloques continuos plegados que proceden claramente de esta genealogía y que, a su vez, generaron otras propuestas posteriores como la Casa Bloc o los apartamentos Nirvana.
Auguste Perret, edificio de viviendas de alquiler en la avenida Wagram, 1902 |
Auguste Perret, edificio de viviendas en la rue Franklin, 25 bis, 1903 |
Le Corbusier, ville Stein en Garches, 1927 |
Le Corbusier, Ville Contemporaine, 1922 |
Pero el modo en que Le Cobusier recibe las enseñanzas de Perret no es tan literal como el desarrollo que de ellas hace Pouillon. Ambos, Perret y Pouillon, emplean el hormigón como si se tratase de un nuevo tipo de piedra, aprovechan sus ventajas estructurales con el resultado de una arquitectura sólida y resistente, como la construida en piedra, de una ejecución ejemplar, robusta, estable y consistente en la definición de todos los detalles. Una arquitectura cuya coherencia consiste precisamente en mostrar el funcionamiento de la estructura, en no ocultar uno de sus valores más profundos. La imagen que muestra el vestíbulo del Théâtre des Champs-Élysées –heredero en este sentido del ilustrado Grand Théâtre de Bordeaux de Victor Louis (1780)– resulta a este respecto suficientemente elocuente. La advertencia de la musa de la arquitectura había sido, finalmente, escuchada y plenamente asimilada.
August Perret, Théatre des Champs Elysées, 1913 |
Marc Antoine Laugier, frontispicio del Essai sur l'Architecture, 1753 |
Nada más lejos de las intenciones de Le Corbusier. Aunque fue de Auguste Perret de quien aprendió a utilizar el hormigón armado –y a pesar de asumirlo también como material moderno por antonomasia– las oportunidades que él veía en este material no tenían nada que ver con el uso que de él hizo su maestro. El paso que Le Corbusier da respecto a Perret es de gigante: propone la revisión total de la arquitectura, empleando el hormigón armado y las consecuencias que este trae consigo –la panta libre, por ejemplo– como pretexto para desarrollar su voluntad artística, para explorar las cualidades estéticas que ésta encierra, su enorme potencial. Las reflexiones teóricas que Le Corbusier desarrolla en sus investigaciones cubistas y, a continuación puristas, tienen una aplicación directa en las plantas de sus edificios. La memoria de lo que los espacios domésticos habían sido hasta ese momento desaparece para dar paso a un nuevo concepto de habitar radicalmente distinto al que los arquitectos habían manejado hasta el momento.
Le Corbusier, cuadro cubista, 1922 |
Le Corbusier, ville Stein en Garches, 1927 |
El mismo razonamiento se puede trasladar al alzado. Si para Perret el modo de resolver el cerramiento de un edificio consistía en plantear una fachada articulada por medio de la estructura –una piel estructural–, la propuesta de Le Corbusier de realizar una fachada libre, consecuencia primera de la desvinculación de estructura y cerramiento, convierte a ésta en una membrana tensa, igual de tensa que las alas de los aeroplanos que él tanto admiraba. Las ventanas que enrasa a haces exteriores insisten en esa condición de membrana del muro que ayuda a desmaterializarlo, a hacer que pierda su memoria tectónica. Perret ya había dejado de hacer ventanas como perforaciones en el muro, como figuras sobre un fondo, al aprovechar el hueco total que la estructura dejaba libre; pero Le Corbusier va aún más allá: extrae a los muros de fachada toda la carga estructural y dibuja sobre ellos libremente las nuevas ventanas, fruto de una operación mental y artística. El esqueleto estructural, oculto tras dicha membrana, se revelará tan solo después mediante una serie de recursos no inmediatos.
Auguste Perret, edificio de viviendas en la rue Franklin, 25 bis, 1903 |
Mallet Stevens, villa des frères Martel, 1927 |
Le Corbusier, Ville Savoye, Poissy, 1928 |
En este sentido, los arquitectos coetáneos de Le Corbusier seguidores del nuevo método “cubista” diferirán claramente del camino marcado por el maestro. Por ejemplo, las casas de Mallet Stevens, que se levantan orgullosas a pocas manzanas de la maison La Roche, se presentan –independientemente de cómo resuelva la estructura– con una apariencia completamente contraria a la propuesta lecorbusieriana disociadora de estructura y piel, pareciendo más el resultado de haber cincelado un bloque macizo de piedra. El resultado: una acumulación de cubos monolíticos en los que las ventanas aparecen como perforaciones en los gruesos muros. No insisto más en el tema, ya que ésta y otras muchas cuestiones han sido ampliamente tratadas por los estudiosos de Le Corbusier como Benton, Cohen, Frampton o von Moos. Una última sugerencia –solo como apunte– para rematar este breve recorrido que acabamos de hacer por la arquitectura parisina siguiendo la hebra de la tradición estructuralista. El tema del enmascaramiento de la estructura que planteó Le Corbusier abrió nuevos caminos de interpretación e investigación que continuaron explorando los arquitectos también suizos Herzog y De Meuron. En la casa de piedra en Tavole –que no es de piedra sino de hormigón– consiguen generar un refinado equívoco intelectual, una deliberada ambigüedad, al colocar en un mismo tablero de juego la racionalidad de una estructura de pórticos de hormigón, la inflexibilidad unos tabiques interiores que asumen las alineaciones de los pilares sin tener por qué hacerlo y la masividad de unos plementos formados por muros de mampostería que repiten, literal y contradictoriamente, la imagen de los bancales que aterrazan el paisaje de la Liguria en el que la casa se integra. Ahí queda, como invitación a la reflexión sobre un tema que es, sin duda, troncal para la arqutiectura.
Herzog & de Meuron, Casa de Piedra en Tavole, Liguria, 1982 |
Herzog & de Meuron, Casa de Piedra en Tavole, Liguria, 1982 |
Cohen, Frampton o von Moos. Una última sugerencia –solo como apunte– para rematar este breve recorrido que acabamos de hacer por la arquitectura parisina siguiendo la hebra de la tradición e la-voz.net/el-lanzon-monolitico/
ResponderEliminar