jueves, 14 de junio de 2012

Visiones y recreaciones del Edén

Gabriel García-Badell (Madrid, 1936-Canfranc, 1994) no sólo convirtió a Canfranc en una suerte de paraíso y en refugio constante para su escritura, sino que lo transformó en un territorio literario que aparece en muchas de sus novelas. Un amplia mayoría está concluida allí, en esa población en cuyo cementerio yace. García-Badell, que era un desasosegado vitalista, incluso se atrevió a encerrar el paisaje, de Canfranc y sus entornos, como la canal de Izas, en el espacio real y alegórico de la novela “Saturnalia. Andante Visionario”, que terminó en 1984 y que apareció en 1997 en una edición del Ayuntamiento de Zaragoza. En esa historia, donde propone el regreso al edén a la manera de Jean Jacques Rousseau, realiza una descripción pormenorizada de esa naturaleza exuberante. Usa casi todos los nombres de esos espacios infinitos: “el río Aragón, la Estación Internacional de Canfranc, el doble túnel, el Chantal de la Moleta, Samán, La Tronquera y Collarada…”, dice. García-Badell se estremecía ante la orografía imponente. Leemos: “…cuando la melancolía se extiende por el mundo y las nubes marchan enloquecidas, velozmente, por la tierra y las sombras ganan terreno, se proyectan y apropian de los prados, absorben brutalmente la luz y el color que configura las flores”.


Los viajeros franceses del siglo XIX fueron generosos e imaginativos en sus descripciones. Antes de que Lucien Briet saliese de exploración literaria y fotográfica por los “Soberbios Pirineos”, hubo otros autores que se quedaron fascinados con la espectacularidad de la piedra, con la frondosidad de los bosques, con la caligrafía del agua en valles y vaguadas. La antología “El Pirineo aragonés antes de Briet” (Prames, 2004) contempla un capítulo de L’Ours Dominique donde se dice: “¡Canfranc! ¡Primer pueblo de España! Una calle larga, bien construida, coqueta, pintoresca!”; tras asistir a la romería de Santa Orosia, regresan los expedicionarios a Canfranc y hallan a una norteamericana: “La sirena de Canfranc bailaba el fandango con un oficial de la guarnición”, anota el autor.

Años más tarde, Ramón Salanova titularía una novela “Vía muerta”, que transcurre casi íntegramente en CAnfranc, aunque no la hemos podido leer; José Antonio Labordeta, que solía veranear allí, le ha dedicado espléndidas páginas de vocación estival en “Banderas rotas” (La Esfera, 2001); María Rosario de Parada escribió sobre la historia del tren y la estación y esos parajes de abundancia; Ramón J. Campo y Jonathan Díaz han desentrañado el mito del oro de Canfranc. Pero hay otro libro importante como “El país de García” de José Vicente Torrente (existe una edición crítica de Javier Barreiro en Larumbe, 2004), en el cual se le dedican varias páginas. Escribe: “La estación internacional de Canfranc con sus 246 metros de longitud y su lujo de edificaciones recuerda a esas catedrales que como la de Roda mandaron levantar entre montañas los padres de la reconquista, para luego olvidarse de que existían al descender al llano, en uso del acreditado principio de “si te he visto no me acuerdo”. Este texto es de 1972.


Antón Castro (Canfranc el mito, Pirineum, 2005). Reproducido con el amable permiso del autor

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