viernes, 4 de enero de 2013

Dibujar un plano es dibujar un mundo


De la misma manera que un escritor selecciona, de entre todas las situaciones por las que atraviesa su protagonista, las más necesarias para hilar su historia, no pudiéndose detener en asuntos ajenos a la intención del texto para no aburrir al lector, o igual que un pintor que abstrae las incontables tonalidades de la naturaleza para imprimir con su pincel tan sólo aquellas que cree convenientes, así el urbanista, cuando se enfrenta a la apabullante infinitud de la realidad, se ve obligado a escoger las características fundamentales del territorio que investiga, en detrimento de otras que no satisfacen su objetivo. La información queda recogida en planos, diagramas, esquemas o maquetas que siempre representan documentos parciales y subjetivos de la totalidad del territorio. El carácter parcial es fácilmente asumible, pero se suele olvidar la genética subjetiva de estas representaciones. Sucede que en ocasiones, después de ver algunos documentos miles de veces y en muy distintas situaciones, se olvida su factura humana y se adoptan como dogmas.

Un claro ejemplo es la representación bidimensional que Mercator hizo del globo terráqueo, la que se emplea con más profusión en libros escolares, atlas y enciclopedias. Gracias a este cartógrafo, desde el siglo XVIII ha sido mucho más fácil surcar los mares, con todo lo que eso supone. Sin embargo, gracias a la sobreabundancia de esta imagen del mundo, se tiene comúnmente aceptado que, por ejemplo, Groenlandia es de unas dimensiones enormes, cuando en realidad no supone más que un catorceavo del tamaño de África, aproximadamente. Pero no es esta la única sorpresa del mapa de Mercator. La posición de los continentes en el plano no es ni mucho menos aleatoria; el hecho de que hayamos visto siempre Europa en el centro de todos los mapamundis es obra, como resulta evidente, del cerebro europeo que lo concibió. Sirva este ejemplo como muestra de que cualquier tipo de representación conlleva una toma de decisiones implícita.

Desde los tiempos de Mercator hasta hoy, la forma de concebir el mundo ha cambiado radicalmente y, en consecuencia, también la forma de representarlo. La fascinación por la representación de la realidad que nos rodea ha traspasado las barreras de la cartografía tradicional y desde el siglo XX han proliferado los artistas que con su obra se han enfrentado a esta investigación. El resultado ha sido una explosión de nuevas miradas y descubrimientos: del hecho físico clásico hasta el hecho psíquico como ente cartografiable, del modelo estático bidimensional a la inclusión del factor temporal... En definitiva, el cuestionamiento de la lógica cartográfica a través de pensadores de distinta índole ha producido un nuevo paradigma del mundo en el que vivimos.

Ya en 1874, Lewis Carroll concibió el mejor de los mapas para los marineros de su poema The Hounting of the Snark. Lejos de los abigarrados planos llenos de números, líneas y dibujos que se manejaban en alta mar, éste era un documento completamente vacío. Los marinos se sintieron muy complacidos con su capitán, ya que por fin alguien entendía lo que era realmente la inmensidad del océano.

 The Hounting of the Snark, Lewis Carroll, 1874
(Ilustración de Henry Holliday)

A pesar de tratarse de un relato fantástico no se debe pasar por alto el valor del mapa de Carroll, quien tiene el acierto de intuir que el mar guarda mucho más que aquello que suele representar la cartografía naval. Resulta asombroso cómo, sin un solo trazo, consigue evocar, más allá de un territorio concreto, una imagen mental del mar. El mapa se desliga de la presencia física de los objetos y de su condición estática, remarcando la importancia de lo subjetivo en la manera de entender y reconocer un lugar. Además, se consolida como lugar mental común de los marineros por cuanto un mapa posee la característica especial de señalar el rumbo de toda una tripulación cuyo incierto destino depende tan directamente de sus designios.

En la mayoría de los casos los planos ofrecen información precisa sobre la ruta idónea para viajar de un punto de partida a otro de llegada sin perderse por el camino. Sin embargo, ¿qué ocurre si no se cuenta con un origen ni un final predeterminado? ¿Existen mapas para este tipo de trayecto? La «teoría de la deriva» de los situacionistas cristalizó en documentos como la Guía Psicogeográfica de París, en la cual la capital francesa aparece despedazada y surcada por dinámicas flechas rojas de dirección incierta. Cada fragmento de ciudad corresponde a un ambiente urbano diferente por los cuales el paseante se deja llevar por las solicitaciones que le susciten dichos ambientes. En estas caminatas el azar sustituye al estricto orden cartesiano de un mapa convencional en la medida en que los pasos no siguen un objetivo fijo, sino que son víctimas de los acontecimientos físicos y mentales de cada momento.

Guide Psychogeographique de Paris:
 Discours sur les passions d'amour
, Guy Debord, 1957


Es posible que muchos de los miles de turistas que inundan la ciudad cada año, pese a contar con su guía de bolsillo favorita siempre en la mano, en algún momento de sus accidentados días se encuentren perdidos y caminen durante unos minutos o quizá unas horas siguiendo, sin saberlo, alguna de las rutas que Debord y los suyos experimentaron, y que las mismas corrientes emocionales y azarosas, o puede que otras, sigan cosiendo la psique de ese otro París.

Otro autor muy interesado en la capacidad del dibujo para plasmar el subconsciente de la ciudad fue el estadounidense Saul Steinberg. Con View of the World from 9th Avenue se atrevió a desvelar cómo veían el mundo los neoyorkinos en 1976 más allá de las orillas del  Hudson con una representación tan cómica pero a la vez tan real que supuso una de las portadas más recordadas de la historia del New Yorker. Con un cariz más personal, Autogeografía supone todo un atlas a través de los nombres de los lugares que en algún momento forjaron su experiencia vital. Aquí los topónimos son a su vez activadores de recuerdos de lugares, paisajes y rincones que se funden entre sí para invocar al espectro de un largo pasado y que al sublimar conforman el espacio mental del autor.


View of the World from 9th Avenue, Saul Steinberg, 1976
                 
Autogeography, Saul Steinberg, 1966

Los dibujos de Steinberg hacen reflexionar sobre la carga personal que inevitablemente deposita todo aquel que elabora un plano y, a su vez, incitan a hacerlo como medio de expresión, como método narrativo que acompañando al trazo sea capaz de ofrecer algo más. Más allá de los textos, de los coches o los árboles que salpican los dibujos, que pueden representar elementos más o menos particulares, la importancia permanece en el mensaje que el autor lanza con su obra. La representación de la ciudad o el territorio queda como relato de una manera de entender el mundo.

Todas estas miradas alertan de que incluso el plano más simple debe contar la historia de una búsqueda, como el mapa de un  pirata no sólo indica la posición del tesoro sino también las aventuras de todos los intrépidos que irán tras él. Porque quien dibuja un plano dibuja un mundo, y para ello se hace necesario prestar atención a todo lo que se representa. Pero también a lo que no se representa, pues quizá, como Carroll, estemos dejando allí lo más importante.


Miguel Ángel Damián Sanz
Alumno de Urbanismo IV

(Texto inspirado en la exposición Cartografías Contemporáneas. Dibujando el pensamiento, CaixaForum Madrid, 2012)

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